Un lugar limpio y bien iluminado (Hemingway)

Los libros viejos deparan sorpresas. Releyendo una antología de cuentos de Hemingway publicada en 1968 por Plaza y Janés  encontré una cosa muy curiosa.

 

Libro de relatos de Hemingway portada

A pesar del aspecto desvencijado de la edición, el libro contiene piezas clave de la narrativa del inventor de la estructura “iceberg”, como “Los asesinos”, “Las nieves del Kilimanjaro” o “Un lugar limpio y bien iluminado”.

Fue precisamente en “A Clean, Well-Lighted Place” (1933), el magnífico cuento que James Joyce consideraba una de las mejores historias jamás escritas (y que deberías leer o releer), donde se agazapaba la sorpresa de la que hablo: el cuento no terminaba donde tenía que terminar, sino mucho antes.

Busqué alguna nota aclaratoria en el prólogo, pero lo único que encontré fue esta indicación en la solapa del libro: “Novela completa. Edición no resumida”, cuando irónicamente ¡no se trataba de una novela y a uno de los cuentos le faltaba un cuarto de su extensión!

 

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Como el libro es antiguo y está destrozado, pensé que quizá le hubieran arrancado hojas o que fuera una edición descuidada a la que le faltaran partes. Según la numeración no se habían arrancado hojas y revisando la fecha de publicación (1968, en plena dictadura de Franco; el libro es más viejo que yo) deduje que la razón de las páginas desaparecidas era la censura, porque la parte ausente incluye una reescritura del Padre Nuestro en clave nihilista que podría levantar ampollas en un régimen confesional católico como aquel. Investigando más aún supe que el tal Luis de Caralt, dueño de la editorial por aquel entonces, era falangista.

Y la pregunta que seguramente te estés haciendo ahora sea: ¿era importante para el relato la parte cortada? Muy importante, dado que es el cuarto final de la historia y teniendo en cuenta lo sintético que son los cuentos del creador de la teoría del iceberg en narrativa. Cortar un cuarto del octavo que muestran los cuentos de Hemingway es mucho cortar. El cuento pasa de minimalista a infinitesimal, se queda en pura homeopatía.

A continuación reproduzco el fragmento que se publicó en la versión española de 1968 de “Un sitio limpio y bien iluminado” (en mi propia traducción) y después veremos la parte que faltaba.

***

Era muy tarde y todos se habían ido del café salvo un hombre viejo que estaba sentado a la sombra que formaban las hojas de un árbol, iluminado por la luz eléctrica. Durante el día la calle estaba polvorienta, pero por la noche la humedad hacía que el polvo se asentara y al anciano le gustaba sentarse allí tarde porque estaba sordo y ahora por la noche estaba tranquilo y notaba la diferencia. Los dos camareros del interior del café sabían que el anciano estaba un poco borracho y aunque era un buen cliente sabían que si bebía demasiado se iría sin pagar, así que estaban muy pendientes de él.

—La semana pasada intentó suicidarse—dijo uno de los camareros.

—¿Por qué?

—Estaba desesperado.

—¿Por qué?

—Por nada.

—¿Cómo sabes que era por nada?

—Tiene mucho dinero.

Estaban sentados uno junto a otro en una mesa cercana a la pared, próxima a la puerta del café y miraban a la terraza donde todas las mesas estaban vacías menos la del viejo sentado a la sombra de las hojas del árbol que el viento movía ligeramente. Una chica y un soldado pasaron por la calle. La luz de la farola brilló sobre la chapa del cuello de la chaqueta. La chica no llevaba sombrero y caminaba a toda prisa junto a él.

—Los guardias le cogerán —dijo uno de los camareros.

—¿Qué importa si consigue lo que busca?

—Más le vale irse ahora. Los guardias le cogerán. Han pasado por aquí hace cinco minutos.

El viejo sentado en la sombra golpeó el plato con la copa. El camarero joven fue hasta él.

—¿Qué desea?

El viejo le miró.

—Otro coñac—dijo.

—Se emborrachará—dijo el camarero. El viejo le miró. El camarero se fue.

—Se quedará toda la noche—dijo a su compañero—. Tengo sueño. Nunca me voy a la cama antes de las tres de la mañana. Debería haberse suicidado la semana pasada.

El camarero cogió la botella de coñac y otro platito del mostrador de la parte interior del café y se fue hasta la mesa del viejo. Puso el plato en la mesa y llenó la copa de coñac.

—Debería haberse matado la semana pasada—le dijo al hombre sordo.

El hombre hizo un gesto con el dedo.

—Un poco más —dijo.

El camarero siguió llenando la copa hasta que el coñac rebasó, cayó por el pie y alcanzó el primer platito de la pila.

—Gracias—dijo el viejo.

El camarero se llevó de nuevo la botella al interior del café. Volvió a sentarse en la mesa con su compañero.

—Ya está borracho—dijo.

—Se emborracha todas las noches.

—¿Por qué quería suicidarse?

—¿Cómo voy a saberlo?

—¿Cómo lo hizo?

—Se colgó de una cuerda.

—¿Quién lo bajó?

—Su sobrina.

—¿Por qué lo hizo?

—Por miedo a que su alma se condene.

—¿Cuánto dinero tiene?

—Mucho.

—Tiene que tener unos ochenta años.

—Sí, tendrá unos ochenta años.

—Ojalá se fuera a casa. Nunca puedo irme a la cama antes de las tres. ¡Qué horas son esas para irse a la cama!

—Se queda porque le gusta.

—Está solo. Yo no estoy solo. Tengo una mujer que me espera en la cama.

—Él también tenía una mujer.

— Ahora una mujer no le serviría para nada.

—Eso no lo sabes. Puede que estuviera mejor si tuviera una mujer.

—Su sobrina le cuida. Tú has dicho que le bajó de la cuerda.

—Lo sé.

—No me gustaría ser tan viejo. Un hombre viejo es algo asqueroso.

—No siempre. Este hombre es limpio. Bebe sin derramarse la bebida. Incluso ahora, borracho, mírale.

—No quiero mirarle. Ojalá se fuera a su casa. No tiene consideración con los que tienen que trabajar.

El viejo apartó la vista de la copa para mirar la calle y luego miró a los camareros.

—Otro coñac—dijo, señalando su copa. El camarero que tenía prisa fue hasta él.

—Terminado—dijo, hablando con la falta de sintaxis que la gente estúpida emplea cuando habla con los borrachos o los extranjeros—. No más esta noche. Cerrado ahora.

—Otro, dijo el viejo.

—No. Terminado—. El camarero limpió el borde de la mesa con un paño y meneó la cabeza.

El viejo se levantó, contó lentamente los platitos, sacó del bolsillo un monedero de cuero y pagó las copas, dejando de propina una peseta.

El camarero miró cómo caminaba por la calle, un hombre muy viejo que se tambaleaba un poco pero que andaba con dignidad.

—¿Por qué no le has dejado quedarse a beber?—preguntó el camarero que no tenía prisa. Estaban levantando los cierres—. No son ni las dos y media.

—Quiero irme a casa y a la cama.

—¿Qué es una hora?

—Más para mí que para él.

—Una hora da lo mismo.

—Tú también hablas como un viejo. Puede comprarse una botella y beber en casa.

—No es lo mismo.

—No, no lo es—reconoció el camarero que tenía esposa. No quería ser injusto. Era solo que tenía prisa.

—¿Y tú? ¿No tienes miedo de llegar a casa antes de tu hora habitual?

—¿Intentas insultarme?

—No, hombre, sólo es una broma.

—No —dijo el camarero que tenía prisa, levantándose tras echar el cierre.— Tengo confianza. Soy todo confianza.

—Tienes juventud, confianza y un trabajo—dijo el camarero de más edad—Lo tienes todo.

— ¿Y a ti qué te falta?

—Todo menos el trabajo.

—Pero tienes todo lo que yo tengo.

—No. Nunca he tenido confianza y no soy joven.

—Venga. Deja de decir tonterías y cierra.

—Soy uno de esos a los que les gusta quedarse hasta tarde en el café —dijo el camarero de más edad—. Con todos aquellos que no quieren irse a la cama. Con todos aquellos que necesitan una luz por la noche.

—Quiero irme a casa y a la cama.

—Somos muy diferentes—dijo el camarero de más edad. Ahora ya vestido para ir a casa—. No es solo una cuestión de juventud y confianza, aunque esas cosas son muy hermosas. Todas las noches me resisto a cerrar porque puede haber alguien que necesite el café.

—Hombre, hay bodegas abiertas toda la noche.

—No lo entiendes. Este es un café limpio y agradable. Está bien iluminado. La luz es muy buena y ahora además las hojas hacen sombra.

—Buenas noches —dijo el camarero más joven.

—Buenas noches —dijo el otro.

***

Los lectores de la versión de español de finales del siglo XX se quedaban aquí, con el intercambio de buenas noches de los camareros frente al cierre echado del café limpio y bien iluminado. La historia se quedaba en la observación del cliente viejo, el intercambio de pareceres de los dos camareros y la declaración del interés del camarero mayor en ser una especie de faro para trasnochadores solitarios mientras que el camarero joven quería volver a casa con su mujer a toda costa.

Pero el cuento original de Hemingway no se acababa aquí, sino que seguía contándonos lo siguiente sobre el camarero de más edad.

***

Apagó la luz y continuó la conversación consigo mismo. Es la luz desde luego pero hace falta que el lugar esté limpio y sea agradable. Uno no quiere música. Desde luego que uno no quiere música. Tampoco se puede estar de pie ante una barra con dignidad aunque sea lo único que se puede encontrar a estas horas. ¿A qué le tenía miedo? No era miedo ni temor. Era una nada que él conocía demasiado bien. Era todo una nada y un hombre era una nada también. Era solo eso y la luz era todo lo que necesitaba y cierta limpieza y orden. Algunos vivían en ello y nunca se daban cuenta pero él sabía que todo eso era nada y pues nada y pues nada. Nada nuestro que estás en la nada, nada sea tu nombre, venga a nosotros tu nada, nada sea tu voluntad así en la nada como en la nada, danos nada nuestra nada de cada día y nádanos nuestras nadas como nosotros también nadamos nuestras nadas y no nos nades en la nada y líbranos de la nada pues nada. Ave nada, llena de nada, nada está contigo. Sonrió de pie frente a una barra con una brillante máquina de café a presión.

—¿Qué le pongo? –preguntó el camarero del bar.

Nada.

Otro loco más –dijo el camarero del bar y se dio la vuelta.

—Una copita –dijo el camarero.

El camarero del bar se la sirvió.

—La luz es muy brillante y agradable pero el bar no está limpio –dijo el camarero del café.

El camarero del bar le miró pero no dijo nada. La noche estaba demasiado avanzada para entablar una conversación.

—¿Quiere otra copita? –preguntó el camarero del bar.

—No, gracias –dijo el camarero y se fue. No le gustaban los bares ni las bodegas. Un café limpio y bien iluminado era algo muy diferente. Ahora, sin darle más vueltas, se iría a casa, a su habitación. Se tendería sobre la cama y por fin, cuando amaneciera, se dormiría. Después de todo –se dijo a sí mismo– probablemente sólo sea insomnio. Mucha gente debe tenerlo.

[Las palabras en cursiva aparecen en español en la versión original. Ambos fragmentos son traducción mía de la versión en inglés]

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Este final cambia un poco la cosa respecto a la versión que terminaba cuando los dos camareros se dan las buenas noches, ¿no te parece?

Las “rarezas” del cliente viejo y del camarero mayor ya no son meras rarezas, sino más bien el vacío existencial de los dos personajes. Un agujero, una “nada” literal, que crece o se hace más evidente cuando cae la noche y que sólo parece “llenarse” parcialmente cuando se está en lugares públicos, limpios y bien iluminados y con alcohol cerca.

Una “nada” que tiene que ver con la soledad, con la falta de sentido (ni siquiera la religión ya da sentido ni consuela).

Es como si la luz y la limpieza y las sombras en los sitios correctos mitigasen la sensación de agujero negro del vacío o de la carencia.

El cuento se publicó por primera vez en 1933 en la revista “Scribners”. Puedes descargarte gratis el relato completo en inglés aquí.

Enlace a un interesante artículo de Vila Matas titulado La vida según Hemingway

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