Fragmento de mi novela “La noche de Gulliver” premio Castillo-Puche de novela corta, publicada en 2000.
Capítulo 2 – Reina Blanca
La Lisboa que encuentran al salir de la estación es niebla, una densa cortina blanca que lo invade todo. También es un olor mate, del que llega sólo el eco y no el aroma que lo ha creado, como el sonido sordo del oleaje en medio de la noche. Cuando se enfrenta al entorno, la mirada parece propia de ojos que aún no se hubieran despertado. Congelado por la bruma, el paisaje es un paisaje de ensueño, la panorámica de un mundo todavía por construir, o la imagen de un universo que empieza a desintegrarse. El observador no iniciado siente la tentación ingenua de frotarse los ojos, considerando los contornos borrosos una consecuencia de su forma de mirar y, no, como descubrirá más tarde, un efecto del propio espacio. Aquella mirada que, pese a las primeras dificultades, persiste en la observación del paisaje comienza a asumir la falta de profundidad y de este modo se adentra paulatinamente en las reglas de la nueva perspectiva. Repara en la presencia ubicua, liviana y uniformadora del tamiz blanco que engulle la tercera dimensión, de la gasa interminable que vela los colores y las texturas y que sólo de tanto en tanto le permite ver más allá de sí, lateralmente, cuando su avance es interrumpido por un semáforo o por la necesidad de tomar aliento. Entonces logra ver los edificios que dan al río, superficies despintadas entre islas de óxido y grafiti; viejos almacenes sobre los que informa más el punzante olor que la noción de las dimensiones y las formas, negada por un espacio empeñado en que el ojo no termine de ver. De vez en cuando, al volver la cabeza hacia el otro lado, en dirección a la ciudad, el recién llegado percibe los ocres, los mostazas, la gama completa de grises, sólo distinguibles en la medida en que se diferencian del blanco circundante. En el cruce siguiente, mientras alguien saca un mapa y él mismo deja la maleta sobre el suelo, el observador atisba fachadas planas de colores planos, cables, alguna torre, y justo entonces frota brevemente la mano brevemente libre, que encuentra dolorida y mojada. Aunque al aumentar la humedad, el caminante levante la vista para escrutar el cielo, asumirá que no puede pronosticar si va a llover, y acto seguido se preguntará qué importancia puede tener que llueva cuando uno se halla en plena nube, calado y ciego. En ese momento se siente atrapado de manera inevitable en una tela de araña, percibe como nunca el tacto de la urdimbre pegajosa que le sostiene y finalmente el observador toma conciencia de que contempla el paisaje a través de telarañas superpuestas.
A los ojos de Celia, la cortina blanca que les rodea se parece más a una membrana que a una red. El tejido orgánico de la araña se torna cada vez más tupido hasta conformar el cañamazo que ahora ellos atraviesan. Caminar por Lisboa le ha hecho sentirse como un insecto que repentinamente hubiera vencido la tensión superficial del agua sobre la que flotaba.
Para Ricardo, la panorámica anegada por la niebla es una imagen que conviene guardar en la memoria en previsión del cambio de las condiciones y también un factor decisivo para elegir película y filtro. Sin darse cuenta empieza a silbar.
(Reina Blanca, pp. 14-15; La noche de Gulliver; Elena Alemany).