Puede que te suenen los nombres de Jorge Herralde o Mario Muchnick, pero más allá de figuras como estas los editores son unos personajes bastante desconocidos. Si además nos referimos a los editores de mesa, esos profesionales que limpian, fijan y dan esplendor a todo tipo de textos tirando a desastrosos, el desconocimiento adquiere proporciones de agujero negro.
A lo largo de los años he editado numerosas obras formativas, narrativas y de no ficción. Me gustaría compartir aquí algunas cosas que he aprendido realizando esta tarea de revisión y edición ortotipográfica y de estilo.
En primer lugar, un editor es un lector. Debe leer bien el original, a ser posible completo y de una sentada, centrándose en el qué: ¿Qué cuenta? ¿Lo expresa de manera exacta, completa y convincente? ¿Cuánto le sobra y cuánto falta?
Después hay que observar el retrogusto de la lectura: ¿la boca se nos ha quedado un poco amarga o un poco dulce? ¿Es apropiada esa amargura o ese dulzor para lo que se quiere contar?
Una vez se tienen las claves globales sobre el qué y el cómo es necesario afinar más: ¿cuánto sobra? ¿cuánto falta? Hay que escuchar la respiración del texto, ver dónde jadea, dónde dormita, dónde –por fin- adquiere el ritmo justo. Observar su textura: si la experiencia de lectura recuerda a una selva llena de trabas y trampas, o si el autor nos ofrece más bien una superficie tersa sobre la que es fácil y placentero avanzar. El concepto de textura difícil es relativo: no es lo mismo una novela que un ensayo, por supuesto, pero la atención del lector es un bien escaso del que es importante no abusar. (Pequeño espóiler: la textura “selvática” suele ser mala idea, salvo que uno se llame Marcel Proust o Virginia Woolf).
Una vez realizada la valoración global de contenido y forma, así como un análisis más detallado de ambos, el editor debe evaluar las fortalezas y debilidades del autor, preguntarse cuál es el objetivo del texto, averiguar las características de los lectores a los que se dirige la obra y el contexto en que se va a publicar. El despotismo ilustrado de “todo para el autor pero sin el autor” no tiene sentido. Tampoco es recomendable actuar como el cirujano plástico que deja a todos sus pacientes con la misma cara ni como el asesor de imagen que mejora la apariencia de sus clientes al precio de volverlos irreconocibles.
La tarea del editor es la de darle al texto su mejor forma potencial respetando las características del autor, del tema y del destinatario.
El editor es un jardinero: la mayor parte del tiempo está recortando, podando y regando. Conoce bien la naturaleza del suelo y está muy atento a la climatología, pero sigue de cerca las peticiones del diseñador del jardín (autor), que ha decidido construir un jardín francés o uno inglés. Ahora bien, si el autor se empeña en cultivar árboles frutales en un terreno poco propicio a ello, el editor deberá advertírselo y si este insiste deberá ayudarle a elegir el emplazamiento menos desfavorable, la variedad más resistente y el momento del año más apropiado para plantar.
Además de las observaciones generales anteriores, cabe destacar lo siguiente:
- Escribir es haber leído. La escritura es una tarea compleja que tiene que ver con el pensamiento, la capacidad de análisis, la capacidad de procesar información, ordenarla y expresarla. Esta habilidad debe ir acompañada de otros requisitos: tener algo que contar, elegir correctamente los elementos que nos permitan hacerlo y ser capaz de encontrar la forma más eficaz. Esto requiere olvidarse de epatar y separar la sensación acerca de qué significa algo de lo que realmente significa y estar dispuesto a quitar todo lo que no aporte. No basta “se parece a”, hay que lograr el “significa exactamente” (o lo más exactamente que uno pueda).
- El postureo es incompatible con la buena escritura. Los castillos artificiales, las lucecitas de colores y el confeti se desinflan rápido. Uno puede tener una prosa “florida” siempre que las flores no sean de plástico. Deben estar bien alimentadas y bien soleadas y contar con raíces firmes. Por extraño que parezca, en la era de Twitter y WhatsApp, la grandilocuencia, el uso de términos complicados y la verbosidad son males muy extendidos en los manuscritos.
- La función básica de los textos SIEMPRE es comunicar (lo comunicado según los casos puede ser información, emociones, argumentos, sensaciones o historias). Cierto que el discurso hablado y el escrito no son iguales, pero eso no significa que los textos tengan que ser rimbombantes, oscuros o rebuscados. Hay que escribir siempre a favor del lector y a favor del contenido.
- Lo que para el editor resulta evidente no tiene por qué serlo para el autor: que la claridad es un valor, por ejemplo; o que todo texto ensayístico debe informar y entretener; o que lo que no suma, resta. Así, es importante transmitirle al autor que lo que comúnmente se llama “paja” (texto de relleno sin interés) es como una infección maligna en el organismo del texto que es preciso evitar a toda costa. También es esencial enseñarle a diferenciar entre la paja y las transiciones, esa especie de cartílagos que permiten unir elementos estructurales duros sin que se dañen unos a otros.
- El uso de sinónimos y la utilización de una gramática medianamente correcta requieren un amplio conocimiento lingüístico. De nuevo, como se indicaba en el punto 1, escribir bien requiere haber leído MUCHO.
- Para el autor que tiene prisa la tentación del plagio es enorme y con frecuencia se produce de forma inconsciente. El editor debe aprovechar su mirada externa para evitar este tipo de tentaciones.
- Cualquier cambio en un texto desencadena cambios en otra zona del texto. Los textos –incluso los peor escritos- tienen una coherencia interna que se resiente cuando se modifican, eliminan o añaden elementos. Todo texto tiene un tejido invisible que une las partes del modo que lo hace la fascia del cuerpo humano, y si recortas o estiras de aquí, descompensas de allá. Por eso cada cambio genera la necesidad de una relectura.
- Es primordial indicarle al autor qué se mira en una segunda corrección y en una tercera, porque siempre querrá meter cambios y ni siquiera se molestará en destacarlos para facilitarte la revisión.
- No des por supuesto nada: ponlo todo por escrito, fechas, qué se revisa en cada fase, forma de corregir, manera de comprobar las correcciones; qué ocurrirá si hay retrasos o incumplimientos por alguna de las partes.
- La necesidad de hacer una buena maqueta produce monstruos. El criterio que debe prevalecer es que el texto esté bien -claro, completo, riguroso, ameno. El equilibrio visual entre fotos y texto es algo que se decidirá después, una vez que el texto está terminado.
- No subestimes la capacidad del autor inexperto para discutir tus criterios profesionales por bien argumentados que estén: generalmente, cuanto más ignorante es alguien, más soberbio.
- Cuando el autor con poca formación o inmaduro se quede sin argumentos, es posible que argumente que ese párrafo de 11 líneas completamente ininteligible contiene un juego de palabras o cualquier cosa peregrina que según él tú no has entendido. Si detectas que sólo trata de salvar su honrilla, no le contradigas frontalmente (tu objetivo no es humillarle sino mejorar el texto), pero sé firme respecto a la necesidad de corregirlo.
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Qué bien explicado!!! Me ha encantado conocer a fondo el trabajo del editor de una manera tan clara y fotográfica!!! Me quedo con el «retrogusto» y sus múltiples aplicaciones. Gracias!!! Conocer tu trabajo es conocerte más!!
Me alegro de que te haya dejado buen sabor de boca 😉 Gracias a ti por leerlo! Si conoces a alguien a quien le pueda interesar, encantada de que lo compartas.